Bibliografía a utilizar:
URRUNAGA Roberto, y otros.
“Fundamentos de economía pública”, Universidad del Pacífico, 2001 (Capítulo 1)
El mercado produce una asignación eficiente cuando se dan condiciones de competencia y no hay externalidades relevantes; estos problemas están muy presentes en la sanidad. La intervención el Estado es correctora aunque añade otros problemas. La equidad es una clave central en el intervencionismo del Estado en la asistencia sanitaria
Autor: Juan A. Gimeno UllastresOBSERVACIÓN DEL DOCENTE: El presente artículo centra su interés en el mercado de la sanidad.
3.4. Equidad y distribución
3.5. ¿Mercado o Estado?
(Siguiendo a ORTÚN, V. - 1990)
Conclusiones
Referencia:
Gimeno Ullastres J A. Mercado y Estado: intervencionismo público [Internet]. Madrid: Escuela Nacional de Sanidad; 2012 [consultado día mes año]. Tema 1.1. Disponible en: direccion url del pdf.
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¿Qué debe hacer el Estado?
ACTIVIDADES PRÁCTICAS DEL AULA
3.4. Equidad y distribución
El debate sobre el acceso nos lleva al aparente enfrentamiento entre los objetivos de eficiencia y de equidad. El planteamiento dominante en el análisis económico, basado en el criterio de eficiencia, parte de la aceptación de la distribución de la renta existente. La imposibilidad de comparar las pérdidas o ganancias individuales de bienestar lleva a suponer que cualquier opción redistributiva está cargada de juicios de valor. Es obvio que no tomar en cuenta los aspectos distributivos es en sí mismo también un juicio de valor.
Una crítica tradicional a las políticas redistributivas se basa en el efecto desincentivador que pueden implicar. Para los “ricos”, porque ante la amenaza de que buena parte de lo que ganen se dedique a pagar a los “pobres”, perderán interés en incrementar su esfuerzo, en trabajar más para otros. Para los “pobres”, porque si el Estado garantiza rentas y servicios, pueden perder el interés por trabajar. En ambos casos, disminuirá el nivel colectivo de esfuerzo y con ello la producción, con lo que todos serán más pobres después de la política redistribuidora. Es el debate popularizado a través de la elección entre repartir la tarta o hacerla más grande, como objetivos aparentemente encontrados.
Frente a esa tópica incompatibilidad, parece existir una cierta correlación entre el grado de desarrollo alcanzado por una sociedad y la menor desigualdad relativa que se observa en la misma. Para unos, esa presunta evidencia viene a avalar la tesis de que la mejor política distributiva es aquélla que garantiza el máximo crecimiento, la que propicia una asignación eficiente de los recursos disponibles.
Para otros, esos datos demuestran precisamente lo contrario: que la atemperación de la desigualdad posibilita un mayor crecimiento. Las fuerzas del mercado, si funcionan sin contrapeso alguno, llevan por sí solas no hacia la igualdad sino hacia desigualdades crecientes. Por ello es necesario que los poderes públicos corrijan esa tendencia acercando la distribución de la renta hacia la igualdad.
Si la igualdad total es un desincentivo importante, la desigualdad muy elevada supone también un coste relevante en términos de producción. Un “exceso” de igualdad provoca un importante desincentivo al esfuerzo: cualquier intento de producir por encima de lo normal se encontrará con una fuerte penalización redistribuidora. El empobrecimiento general puede llegar a ser tal que no sólo los ricos perdieran, sino también los pobres. Un “exceso” de desigualdad tiene efectos negativos sobre la producción por deficiencias en la salud, la preparación y la capacidad (productiva y adquisitiva) de buena parte de la población. Sin contar aspectos adicionales como los desórdenes sociales y la seguridad del propio sistema. Probablemente existe consenso en que no hay conflicto entre equidad y eficiencia si contemplamos situaciones extremas.
En definitiva, aun admitiendo la posición intermedia o de compromiso, existe una notoria incapacidad para concretar una idea operativa e indiscutida de equidad. La presencia de juicios de valor diferentes y de intereses contrapuestos obligan a remitir a las opiniones mayoritarias de los ciudadanos en cada momento y lugar, opiniones que a su vez van transformándose a lo largo del tiempo.
Frecuentemente la distribución de la renta o la riqueza se refiere simplificadamente a la distribución entre personas y hogares. Pero tan importante como esa perspectiva, es posible añadir una referencia a colectivos con necesidades sanitarias específicas. En la medida en que, por unas causas u otras, determinados grupos de personas pueden tener necesidades muy diferentes a las de los demás, será importante también estudiar y decidir el grado de diferencia que quiere aceptarse en los recursos a ellos destinados. Las diferencias pueden provenir por razones de edad (niños, mujeres, ancianos, etc.), de enfermedades (cáncer, SIDA, etc.), minusvalías, etc.
El principio de equidad puede entenderse de diversas formas. Pero es fácil relacionarlo de forma general como un objetivo ligado a que todos los ciudadanos puedan tener acceso a niveles parecidos de servicios. Algunas veces se ha definido como permitir un trato igual a los iguales (equidad horizontal) y adecuadamente desigual a los desiguales (equidad vertical).
Sin duda, el segundo aspecto plantea muchos más problemas en la práctica que el primero. Porque no siempre existe acuerdo en la definición de la desigualdad susceptible de merecer un trato discriminatorio ni, en el caso de aceptarse la diferencia, en calibrar hasta dónde debe llegar la discriminación.
El mercado no garantizaría el principio de equidad en el caso de la sanidad. La intervención del Estado para corregir esa situación es obligada cuando constitucionalmente se define el acceso a aquélla como un bien preferente y se trata de un supuesto claro de externalidad positiva.
La elección de uno u otro criterio implicará consecuencias diferentes respecto a las medidas necesarias para garantizar el nivel deseado. En todos los casos, es evidente que el mercado no permitiría su cumplimiento y sería necesaria la intervención del sector público. El cómo de esa intervención puede revestir formas muy diferentes.
Los estudios disponibles estiman que el gasto sanitario presenta una importante incidencia redistributiva en favor de los hogares con menores ingresos, superior incluso al impacto total del conjunto del sistema de la Seguridad Social o de otras políticas ligadas al Estado de bienestar.
La generalización de la asistencia pública ha permitido una mejora sustancial para el conjunto de la población, especialmente para los niveles más bajos de renta, pero ha podido desplazar a parte de los usuarios más acomodados hacia la sanidad privada
3.5. ¿Mercado o Estado?
(Siguiendo a ORTÚN, V. - 1990)
Hemos visto, pues, que los servicios sanitarios afectan a la preservación de la vida, o a su calidad como mínimo, con gran incertidumbre, una información muy asimétrica, externalidades y otros elementos constitutivos de importantes fallos de mercado.
El Estado constituye una organización económica única con afiliación universal y poder de coacción, lo cual le proporciona ventajas e inconvenientes en relación con el mercado. Las características que lo facultan para resolver ciertos problemas de selección adversa y riesgo moral también lo incentivan para reducir la competencia, convertir el empleo y el salario públicos en poco sensibles a las cambiantes necesidades sociales, limitar los incentivos a la eficiencia, fomentar las actividades de búsqueda de rentas, crear burocracia y reducir la flexibilidad de las políticas a través de rigideces normativas.
El Estado también es, pues, una institución imperfecta y los principales fallos que suele presentar la oferta pública son los siguientes:
• Problemas de incentivos: la ausencia de competencia y la imposibilidad de quiebra adormecen las organizaciones; la dificultad de discriminación según rendimiento y mérito, así como la estabilidad garantizada, adormecen a los individuos.
• El énfasis en la “legalidad”, por el que se atiende más a los problemas formales y parece negarse la preocupación por la eficiencia.
• Una prevención de la arbitrariedad que niega la discrecionalidad y, por lo tanto, limita la capacidad de gestión. La arbitrariedad gestora que permita a burócratas y políticos actuar en exclusivo interés propio obviamente ha de evitarse.
• Las posibles desviaciones de poder como convertir en público el interés particular.
• Patologías burocráticas que pueden sobrevivir largamente al no confrontar sus costes en un mercado competitivo ni ser convenientemente evaluados y sometidos a los correspondientes estímulos correctores.
Tanto los fallos del mercado como los del Estado son más la regla que la excepción. Ni la existencia de fallos de mercado basta para justificar la intervención estatal ni los fallos del Estado son suficientes para legitimar el laissez faire.
Ya vimos que las posibilidades de intervención pública son muy variadas. Al amplio abanico de campos en los que puede justificarse la intervención pública con el consiguiente debate respecto a su conveniencia, se añade el no menos amplio número de posibilidades concretas de actuación, no todas ellas eficaces para obtener los diferentes objetivos pretendidos.
Podría hablarse de un cierto proceso de convergencia desde el momento en que las Administraciones Públicas se apoyan frecuentemente en instituciones privadas, exigiendo el cumplimiento de criterios públicos que corrigen el puro funcionamiento del mercado e internalizan buena parte de as externalidades de carácter social. Y, por otra parte, las principales sugerencias de reforma del sistema público apuntan hacia una progresiva introducción de factores de mercado y de competencia, separando los roles de financiación y provisión y buscando sistemas más ágiles de gestión sanitaria
La reflexión está siendo especialmente obligada para el sistema sanitario público, en casi todos los países de nuestro entorno, por el incremento del gasto que absorbe proporciones crecientes del presupuesto público. Un crecimiento tan constante e importante que está obligando a una reflexión sobre los aspectos ineficientes y los mecanismos de contención de costes, con el objetivo de que los problemas financieros no acaben por ahogar al sistema y afectar a la propia supervivencia del modelo.
Por ello, viene apuntándose una tendencia a:
a) La separación de los roles de financiación y producción. Esta separación delimitaría responsabilidades, ya que el financiador no respondería del funcionamiento de los centros sanitarios. La responsabilidad así del ente financiador permitiría que éste tendiese a gastar en aquellos centros sanitarios donde exista una mayor eficiencia.
b) Cambios jurídicos que permitan a los gestores escapar más fácilmente al control administrativo del presupuesto y eliminar parte de las actuales trabas burocráticas. Los gestores deberían responder más por la utilización de sus recursos y los resultados, que de las formas de ejecución presupuestaria.
c) La necesidad de introducir competencia entre los centros sanitarios. Se pretende que una adecuada competencia permita valorar a los centros que consiguen una mayor eficiencia. En esta línea se han barajado muchas posibilidades, como la de permitir al usuario elegir en primera instancia entre los centros públicos, y sólo si no fuera suficiente entre los del sector privado, o acreditar centros en pie de igualdad entre el sector público y el privado.
Los detractores de la aplicación de los criterios de la competencia en el ámbito sanitario han señalado también inconvenientes, en buena medida ya repasados, como los siguientes:
• El diferente peso específico entre la oferta sanitaria pública y privada condiciona que ésta no pueda competir en condiciones de mercado con respecto a toda la población, en cuanto a distribución y precio.
• El sistema sanitario debe atender colectivos y necesidades no rentables en cuanto a precio. Debiendo, por ejemplo, situar centros de salud en zonas poco pobladas en las que difícilmente tendría cabida más de un centro ni sería fácil alcanzar dimensiones rentables.
• En muchas ocasiones, el paciente carece de referencias para apreciar la calidad de los servicios sanitarios públicos. Y elige guiado casi exclusivamente por su situación geográfica o por los servicios complementarios más superficiales.
• A la Administración le resulta difícil fijar un precio (coste) basado en el grado de calidad del servicio.
• Una concepción de los centros sanitarios demasiado próxima a un centro privado podría aparejar todos los inconvenientes que hemos visto para un modelo competitivo regido por criterios de mercado. Podría resultar un híbrido con todos los inconvenientes de los dos modelos y con pérdida de sus respectivas ventajas.
• La rigidez laboral en los centros públicos hace extremadamente difícil una gestión que prime los comportamientos más acordes con la consecución de los objetivos encomendados a las unidades de producción.
Al final, como casi siempre que se debate sobre el posible intervencionismo público, el debate se refiere a la equidad de los resultados, a la distribución deseada de los costes y de los beneficios del sistema, a cuánta política redistributiva desea una sociedad.
Conclusiones
El mercado es, como regla general, el método que proporciona un mayor acercamiento al uso eficiente de los recursos, para la mayor parte de los bienes y servicios. Pero los fallos del mercado, los incumplimientos de las condiciones de la competencia, son tan frecuentes, que es precisa alguna regulación correctora por parte del Estado.
Hay determinados tipos de bienes que, por su carácter de públicos o por la existencia de externalidades, son especialmente inadecuados para una provisión libre por parte del mercado.
En el ámbito de la salud, se dan simultáneamente varias de estas circunstancias: hay fallos del mercado, hay bienes públicos y hay externalidades. Por ello, es indispensable la intervención pública.
Pero el sector público también tiene fallos evidentes de funcionamiento. Por ello, no siempre los fallos del mercado deben llevar a que la provisión de un bien o servicio sea asumida públicamente. Son muchas las formas posibles de intervención y en cada caso, según las circunstancias y valoraciones sociales, deberá elegirse la mejor combinación posible.
Además, el mercado, funcionando libremente, genera desigualdades crecientes y dificulta el acceso a bienes y servicios básicos para buena parte de la población con menores ingresos o circunstancias personales específicas.
Por ello, al final, el debate sobre la mayor o menor presencia del Estado en el ámbito sanitario, es un debate sobre la equidad y la distribución de la renta que consideramos deseable.
Gimeno Ullastres J A. Mercado y Estado: intervencionismo público [Internet]. Madrid: Escuela Nacional de Sanidad; 2012 [consultado día mes año]. Tema 1.1. Disponible en: direccion url del pdf.
VIDEO SUGERIDO
¿Qué debe hacer el Estado?
ACTIVIDADES PRÁCTICAS DEL AULA
Breve ensayo
- El Estado debería cumplir la función de Robin Hood: obtener recursos de los ricos, para entregàrselos a los pobres
- La equidad no puede ser administrada por el mercado
- Así como hay mercados imperfectos, se deben admitir gobiernos imperfectos
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